Centro

Con los años, uno deja de seguir ideas, los pasos se hacen más
cortos.

De manera natural, uno se detiene sobre el camino más veces
para contemplar, ya no tiene tantas prisas, abandona así el
rastro de lo que perseguía y se vuelve sobre las pisadas de su
respiración.

Sin gestos, sin más pensamiento, elige el camino como centro.

Con los años, la experiencia del sufrimiento impone cada vez más
respeto por el propio camino, un respeto especial, el respeto
hacia todo como parte del camino, pues, aunque tengamos
ciertas diferencias, el camino es el mismo para todos.

A menudo, durante siglos, se repite la frase “sin intención, sin
expectativas”, sin diferencias.

Las diferencias, del tipo que sean, sólo son la intencionalidad del “yo”.

Cuando los pasos son pequeños “solamente sentarse”, el “yo” va
abandonando la intencionalidad para quedarse sobre el camino,
sobre sí mismo. El camino empieza, entonces, a hacerse ancho, y
el cuerpo a relajarse.

Para el caminante la meditación se vuelve la manera natural de
respetar el camino, entonces, el camino, de manera natural, se
vuelve en señal de respeto hacia el caminante, como el maestro
se vuelve hacia su discípulo, y así el camino, el dharma, se
renueva.

La relación se va haciendo cada vez más estrecha e íntima. Con el
paso del tiempo los trazos de la caligrafía cobran más
importancia que las palabras, como el rocío sobre la hierba,
como el viento sobre el pensamiento.

Hablar ya no es tan importante, sólo un entretenimiento, entre
maestros. Un entretenimiento que forma parte del camino, que
no tiene ninguna intencionalidad.
Se convierte así el lenguaje en algo que uno no trae consigo, sino
que es inspiración del camino.

El caminante hace su último intento para dejar su propia huella
otra vez sobre el camino, algunos incluso se cambian a diario de
zapato o zapatillas, o se ponen tacones altos, pero el camino
sigue siendo el mismo. A pesar de las huellas e intencionalidad
de las pisadas, de la altura o bajura de los pensamientos, no hay
otro camino. A pesar de la altura de la hierba, el rocío sigue
siendo el mismo.

Finalmente, el estado meditativo surge, y deja su huella
imborrable.

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