A partir de una hora

Después de una larga trayectoria en el campo del autoconocimiento, inversión en diferentes prácticas y filosofías, y ordenación en un momento de ese figurado peregrinaje, la gente me pide a menudo que le hable de la meditación, como si fuese una cosa, una cosa de la que hablar. 

La meditación no puede ser otra cosa, no puede evocar otra cosa, como el boceto de una obra, que nunca puede evocar otra cosa. Hábitos, diría, que no son más que entresijos de luces y sombras, nada debajo de ellos, tan solo una memoria, esa memoria que permanece, que es igual para todos, el único privilegio de la memoria. 

Igual para todos, sin ninguna autoridad. Es una concesión a todos, en memoria de todos, que honra a todos por igual, porque es una memoria viva, una mención que recorre la tierra de uno a otro, y a otro, y a otro, sin evocar otra cosa.

La meditación no puede ser finalmente otra cosa, una fantasía iconográfica o una práctica de belleza al uso, más bien una renuncia a la belleza, un abandono a toda idea por un partir en cada momento, como una espada que se rinde en el contacto con el aire al aire y abandona todo acero en la lucha. El hecho de partir como una aventura y un descubrimiento más que una conquista.

Un partir en cada momento a las tierras de Antonio Machado, una Tierra que deshace, como los campos de Antonio Machado, todos los caminos, que blande todos los caminos, como se blande la espada en contacto con el aire, al contacto con la Tierra.

Es la meditación una llamada en espera silenciada a través de la Naturaleza,
postergada en la Naturaleza a una escucha. Tardía acuden siempre a esa escucha todas las formas
de meditación, como todas las representaciones de Dios. 

 

Terminaba así un poema de Antonio Machado titulado “Fantasía Iconográfica”:

“Del abierto balcón al blanco muro

va una franca de sol anaranjada

que inflama el aire, en el ambiente oscuro

que envuelve la armadura arrinconada.”

    

Nos impusieron, unos, un tiempo de práctica, y otros, nueve meses de espera, para conocernos. Nos impusieron un nacimiento y una muerte desde el principio, una armadura arrinconada, que no envuelve ni lo tuyo ni lo mío, más bien un ambiente oscuro.

El sonido de las olas del mar o el de las gaviotas no se parece en nada al sonido de las campanas de las iglesias o de otras prácticas. Mientras el sonido de las campanas anuncia, todavía, la llegada de un tiempo, el sonido de las gaviotas ya partió hacia las cumbres más altas del vacío.

La meditación no es algo especial, ¿Quién podría presumir de eso en las alturas?
Nada especial que hacer allí, en esta franja de Sol.
El verbo hacer no puede hacer otra cosa más que igualar, como decía, lo tuyo y lo mío,
igualarnos así al día, igualarnos así a la noche, igualarnos en esa franja de Sol.

 

En esas largas noches de primavera, inflamadas,

        en las que a partir de una hora uno se abandona,

y tras la derrota del pensamiento, 

        tan sólo queda el privilegio que nos iguala; el de las musas y las estrellas,

recuerdo ambas de la victoria, y,

       algo de ti que no sé, ni quiero saber a partir de una hora.

   

Rafa.

A partir de una hora.

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